Época: Mundo islámico
Inicio: Año 661
Fin: Año 750

Antecedente:
El mundo islámico



Comentario

Con Mu'awiya (661-680) comienza la primera de las dinastías califales surgidas de los grupos de la tribu de Qurays, a cuyo linaje perteneció el profeta. El carácter árabe de la dominación se mantuvo plenamente pero los omeyas se preocuparon tanto o más de la organización política y administrativa del nuevo imperio que de su condición de lugartenientes del profeta y guardianes de la religión islámica.
Los árabes eran minoritarios en todas las regiones. En Siria y Palestina habría unos 250.000 en aquella época y en Persia hubo que estimular su establecimiento (hay noticia de unos 50.000 asentados en la frontera Noreste o Jurasan). Al conservar sus vínculos tribales a los que añadían los derivados de sus nuevos y discrepantes intereses políticos, no eran raros los enfrentamientos internos con motivo de episodios de sucesión en el califato, por ejemplo entre qaysíes y yemeníes o kalbíes en los años 684-685 y de nuevo hasta el 691, con motivo del acceso al califato de Abd al-Malik (685-705). Pero no dudaron en convertirse en grandes propietarios rurales recibiendo tierras en usufructo o en propiedad, ni en fijar su residencia en ciudades pues incluso sus antiguos campamentos de la conquista o amsar (Fustat, Kufa, Basra) se convirtieron en centros urbanos. Seguían siendo, por lo tanto, un ejército, aunque sedentarizado en distritos (yund), cuyo núcleo principal estaba en Siria. De entre ellos nombraban los califas a los emires que gobernaban las provincias, y el árabe fue declarado lengua administrativa de todo el imperio por el califa Abd al-Malik.

El poder califal tomó entonces muchos rasgos propios de otras autocracias, sobre todo de la bizantina pues, al establecerse la capital en Damasco, su ejemplo e influencia fueron preponderantes. Tendió a hacerse hereditario-dinástico mediante la designación de sucesor en vida. El califa se rodeó de un consejo de notables árabes (shura) para limar las diferencias intertribales o de otros géneros, pero contó también con muchos colaboradores cristianos en Siria y con buena parte de las aristocracias locales de Mesopotamia. El nombramiento sistemático de jueces o cadíes que ejercían justicia siguiendo los preceptos religiosos y en nombre del califa fue un elemento fundamental de estabilización, al mismo tiempo que se producían cada vez más conversiones al Islam y se modificaba, por lo tanto, la base social del poder.

Los califas omeyas tuvieron que enfrentarse, por lo tanto, al problema mayor de cualquier imperio, que no es tanto nacer como consolidarse. Cuando Abd al-Malik hizo acuñar moneda propia, aunque basada en los sistemas anteriores, ya lo habían conseguido: el dinar de oro y el dirhem de plata son, en cierto modo, un símbolo. Pero los problemas eran grandes y variados.

En primer lugar, la rebeldía religiosa de jariyíes y si´ies. El jariyismo produjo muchas revueltas locales especialmente entre los bereberes del recién conquistado Magreb, en zonas de la alta Mesopotamia e Iraq y en Arabia del Norte, pero el si´ismo alcanzó dimensiones mayores aunque durante unos años Hasan, el hijo mayor de Ali, se avino a reconocer al nuevo régimen. Su hermano Husayn se sublevó y murió en la batalla de Kerbela, cerca de Kufa (680); sus seguidores volvieron a la lucha durante la revuelta social de Mujtar de Kufa (685-687) y desde comienzos del siglo VIII, especialmente en Iraq, y acabaron por ser un elemento clave en la caída de los omeyas.

Por otra parte, el gran aumento de conversos al Islam daba lugar a situaciones nuevas de tipo socio-político y fiscal. La administración omeya siguió basándose casi por completo en los árabes, a pesar de que los mawali eran cada vez más numerosos. Su única concesión, en tiempos de Umar II (717-720) e Hisam (724-743) fue liberarlos del pago del impuesto personal o yizya, que hasta entonces segaría afectándolos como si no fueran musulmanes, pero al mismo tiempo se adscribió el impuesto territorial o jaray a la tierra, fuera musulmán o no su propietario, lo que resultaba gravoso para los creyentes y produjo descontento y descenso en las recaudaciones. Los no musulmanes también se vieron afectados por subidas de impuestos a medida que se hacía más compleja la administración imperial.

Para entonces había concluido ya la segunda época de conquistas, que los omeyas llevaron a cabo tanto para acallar o aplazar los problemas interiores como para cumplir su objetivo religioso y político de expansión del Islam. Los resultados, aunque discontinuos, fueron importantes en algunos frentes. El asalto a Constantinopla fue, tal vez, el objetivo principal, nunca conseguido a pesar de las grandes dificultades por las que atravesaba Bizancio: el intento más fuerte tuvo lugar entre los años 674 y 678, por vía marítima, doblado por avances terrestres en Anatolia; de nuevo en el 717-718 sufrió Constantinopla otro gran asedio que logró superar. Las fronteras orientales fueron, igualmente, líneas de avance: más allá del Jurasan se conquistó Transoxiana entre los años 699 Y 714, importante nudo de rutas comerciales y zona estratégica para hacer frente a las poblaciones turcas nómadas del Asia central. En el Sudeste se incorporaron en los años 711 a 713 el Beluchistán y el Sind, pero los musulmanes apenas hicieron alguna primera incursión en la India.

Los éxitos más sobresalientes se conseguían al otro extremo del mundo islámico, en la antigua África bizantina y en Hispania: la fundación de Qairuán (670) proporcionó la base necesaria para conquistar todo el Magreb; si la resistencia bizantina no fue muy grande, la actitud de las poblaciones bereberes sí que provocó dificultades desde el primer momento porque acabaron aceptando el Islam en su mayoría, aunque a menudo en su forma jariyí, pero su espíritu de independencia y rebeldía frente a los árabes dio lugar a muchas revueltas en el siglo VIII -por ejemplo en los años 740-741- y posteriormente a secesiones. En realidad, los árabes dominaron al comienzo las mismas tierras que antes estaban sujetas a Bizancio pero la expansión del Islam en el resto del Magreb y en el Sahara se debió más a los propios bereberes, a medida que aceptaban la nueva religión, cosa que ocurrió masivamente desde el siglo IX. A principios del VIII, los bereberes fueron partícipes muy eficaces en la conquista de la Hispania visigoda, a partir del año 711, el último de los grandes triunfos omeyas, y trasladaron a ella sus diferencias con los árabes. Sin duda, en aquel siglo la parte más arabizada y mejor organizada del occidente musulmán era Ifriqiya, la antigua África bizantina, donde los conquistadores árabes serían unos 50.000 hacia el año 750, dominadores de una población heterogénea pero mayor tardíamente beréber.

Al concluir el primer tercio del siglo VIII, el Imperio islámico había llegado a fronteras que fueron estables durante siglos. La referencia a algunas grandes batallas perdidas por los musulmanes se ha utilizado como símbolo para señalar este hecho: el fin del asedio sobre Constantinopla, en 718, y la derrota frente a los bizantinos en Akroinon (740), los límites puestos a la conquista en el extremo occidental, en dos batallas un tanto mitificadas (Covadonga, 722; Poitiers, 732). En Asia Central, a pesar del resultado favorable de la batalla del Talas contra los chinos (751), la expansión también cesó. Por entonces, el interior del territorio islámico tenía bastante bien perfiladas sus grandes áreas regionales (Arabia, Siria, Egipto, Iraq, Iran, Magreb y Al-Andalus) así como su condición de espacio intermediario entre las restantes civilizaciones del viejo mundo: Occidente, Bizancio, el espacio eurasiático habitado por los jázaros o recorrido por los varegos, el Asia central, asiento de poblaciones turcas en vías de islamización más adelante, y, en fin, la India. El Islam obtuvo beneficios de esta ventajosa posición durante siglos, mientras dominó el Mediterráneo y el Índico.

La dinastía omeya, que había dirigido aquel vasto proceso de expansión y consolidación, no pudo superar el cúmulo de resistencias y oposiciones que se habían manifestado desde los comienzos de su gobierno. La más profunda se refería a la supuesta impiedad de los califas y era encabezada tanto por los si´ies como por otra rama de los hachemíes descendientes de al'Abbas, tío del profeta, que acabarían dando nombre al movimiento en su conjunto. Además, crecía el descontento de iraníes e iraquíes ante el predominio sirio en el ejercicio del poder: la revuelta sería, en gran medida, una revancha de la antigua parte mesopotámico-persa. No sólo de ella: muchos mawali veían con irritación cómo, a pesar del cambio de condición religiosa, no conseguían una equiparación efectiva con los dominadores árabes y participaron en la rebelión contra los omeyas como manera de conseguirla.